sábado, 23 de enero de 2010

La posibilidad de un teatro mexicano (1)



¿Qué tan pasado de moda suena la pregunta “quiénes hicieron nuestro teatro”?, o lo pongo en otro contexto, para que resulte más familiar, ¿quiénes hicieron nuestra nación, nuestro país o nuestra cultura? Sí. Suena bastante anquilosado, superado, sobre todo suena terriblemente aburrido. Sí probáramos empezar por ahí una cátedra sobre Teatro Mexicano, es posible que jamás llegaríamos al final de la jornada. Habría que buscar una siguiente alternativa, qué tal sí nos preguntamos ¿quiénes hacen día con día los trabajos de esta ciudad que le dan forma tal? ¿Quiénes somos los del teatro en este suelo mexicano? ¿Por qué somos así?, y ¿qué hace esa forma con el fondo?


Recuerdo que hace mucho tiempo, mucho antes de que me versara en algo, le pregunte a mi Padre que sí en las facultades, institutos, escuelas o cafés de la vieja Europa estudiaban a los filósofos mexicanos como nosotros hacíamos con los alemanes, los ingleses, los franceses, los españoles y demás. Él muy ofuscado me dijo que no, y reproduzco literalmente su respuesta: “¡¿Cómo para qué?! Ellos tienen a Hegel, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Ortega y Gasset. No difícilmente alguien cree que haya algo en Latinoamérica, fuera de un buen clima y mucha cultura popular.


Más de una década ha pasado desde esa tierna conversación de Padre ocupado e hija indiscreta. Y me parece que esa lógica aplica para otras áreas del conocimiento humano, como el arte y el teatro. Creo que el panorama no ha variado mucho desde aquel entonces, aunque, sería importante recordar, que ahora gozamos de extensos financiamientos de parte del continente europeo para que nosotros nos leamos a nosotros mismos.


¿Por dónde empezar? Nuestro mundo, mucho antes del castellano y del occidente, estaba construido de palacios de piedra caliza y volcánica que aunque surgieron de la mano del ser humano, parecían creación de la propia naturaleza. Nuestra tierra estaba poblada por hombres y mujeres de talle corto, piel rojiza, que no entendían diferencia alguna entre ser quiénes eran y ser naturaleza. Todo era creación e invención del espíritu divino que renunciaba a su esencia para permanecer en forma de jade, colibrí o maíz; y justo ahí sin saber cuándo empezaba y cuándo terminaba, se hacia una fiesta a los dioses. Se ofrendaba un sacrificio de sangre, de virginidad, de ritmo sonoro y de fuego.


Llegaban a un encuentro que se sabía ritual y se sabía representación (actualización) del origen de la vida. A fuerza de la repetición el objetivo era modificar el orden cósmico. La confusión para los seres humanos contemporáneos probablemente provenga del hecho de que siempre se ha querido categorizar la ritualidad prehispánica en dos: la ceremonia religiosa y la teatralidad propiamente dicha, conocida como ceremonia ritual.


Pobres de nosotros que no podemos negar la cruz de la parroquia que nos conquistó. La división entre humanidad y naturaleza es un criterio occidental que surge como instrumento de control y de poder. En Mesoamérica, la sociedad humana se integraba a la naturaleza, sabía que dependía de ella, sabía que necesitaba ofrecer un regalo de vida para que la los ciclos del cosmos continuarán. La sofisticación de convertir signos religiosos en signos teatrales implica una incoherencia en la esencia de la ceremonia.


Por esos días que llegó la daga del dios de occidente, tomo como trono la piedra de cantera e impuso un católico verbo que trunco naturaleza, rituales y fuego sagrado, convirtiendo las ofrendas de plumas, piedras preciosas, fuego y semillas en sincretismo y evangelio teatral para la América, que poco tiempo le tomaría para ser la América Latina.


El éxito de las representaciones teatrales evangelizadoras radicó en que “el arte de representar era algo inherente a la cultura mesoamericana”. Probablemente donde fallaron fue en su vocación aleccionadora. Más terreno perdió el catolicismo que lo que ganaron los signos rituales de las ceremonias religiosas-teatrales prehispánicas: la pintura corporal, máscaras, atavíos de plumas y joyería, los cuales se confundieron con elementos de vestuario, escenográficos y de utilería, mismos que en su forma cargaban la relación de la vida humana con la naturaleza en la concepción indígena.


Y nos sorprende la avidez y prontitud con que se reportan las primeras teatralidades evangelizadoras (1533) en la recién caída Tenochtitlán. Estas piezas teatrales, que no son más que instrumentos de conquista espiritual en la Nueva España, fueron realizadas por franciscanos, agustinos y jesuitas a los largo de dos siglos, ¿cuáles eran sus modelos? El recién inaugurado Siglo de Oro Español y las no muy lejanas formas teatrales medievales.


Durante el periodo de la Colonia, los modelos fueron completamente europeos. Las figuras protagónicas del teatro mexicano en el Siglo XVI, son Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón, este último nacido en México, sin embargo toda su formación académica y su producción literaria la realizó en España. Es importante mencionar que los padres intelectuales de este par de tesoros nacionales son Lope de Vega y Calderón de la Barca.


Pasarán muchos años para que algún historiador mencione algo referente a la producción teatral en México. No es, sino hasta pocos años después de la pronunciación de la Independencia de México que aparecen celebres nombres como, Manuel Eduardo de Gorostiza (1789-1851), Fernando Calderón (1809-1845), José Joaquín Gamboa (1920), unos realizaron su producción teatral respetando, casi plagiando historias, modelos y personajes de los modelos europeos, y otros más, hicieron un esfuerzo de traslación, tomando algunos temas más actuales para el contexto nacional, tales como, la lucha social, la desigualdad, pobreza, la opresión entre clases.
Gunnary Prado Coronado
Enero 2010.

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